por Ramón Edwin
Hijos:
¡Malditas sean las costumbres y los hábitos! Repetimos tanto que no nos damos cuenta de que el machaqueo nos jode la vida y nos rompen el paso. Estoy irremediablemente desolado. Durante un mes más o menos, tuve unas diarreas crónicas, o mejor, diabólicas, que atentaban con derretirme las vetustas paredes anales (que me recuerdan a las francesísimas cloacas de Los Miserables) y erosionarme mis fatigados y flácidos intestinos. Gastaba papel como un loco y en ocasiones, fatigado de tanto limpiarme, como el cansado de confesarse, dejaba el asunto por incorregible. En su explicación, el pensamiento, como badajo, osciló entre los fundamentos más sencillos hasta la más escandalosa enfermedad catastrófica. Al fin y al cabo, y habiendo transcurrido unos lentos, largos y desagradables días, todo se fue normalizando. Ahora en la distancia, creo que fueron antojos de la tercera edad de un duodeno ingrato que se niega a morir.
El asunto no se quedó ahí. No. Después de que la situación mejoró, lentamente (al igual que llegó lo otro), comenzó un estreñimiento que se fue agudizando hasta llegar a la ausencia total de depósito, o casual tiradera de par de pequeñas, esféricas e insignificantes piedras alboroteras, que al caer, salpicaban como si fueran comentarios insanos. Nuevamente volví a pensar en cuestiones trágicas, mientras mi esposa, esa santa mujer avezada en tantas cosas, me alentaba diciéndome que a ella le pasó, que a un primo también, que lo leyó, que se lo dijo un profesor, que lo vio en el Discovery y un cojonal de cosas más que me servían de alivio obligado a la desesperanza. Pero como la dialéctica anal no deja de serlo por estar tan oculta y baja, también fui mejorando de esa sólida y sórdida condición, y la angustia, fue mermando. Luego, tan fugaz como la felicidad, desapareció.
Hoy, 16 de mayo de este año glorioso después de Cristo, me levanté cansado pero alegre. Cansado porque hace días trabajo en el apartamento de Mode (Larisa y Yara no se enojen, que seguiré con el de ustedes y terminaré el de Taína) y alegre porque Ive mejora, todos vienen, incluyendo a Io Marcela, Dani y Amanda, y ya he comenzado a comerme las uñas y a divagar medio eslembao. Pues hijos, con ligera ablución dominical, como para no gastar mucho del día y sin ponerme el cinturón de seguridad, salí y compré pan francés, huevos, mantequilla, jalea, guineos maduros, jamón, leche sin grasa y jugo de pera con mango (nueva exigencia de Ive). Le preparé tremendo desayuno a su madre y se lo llevé a la cama. Como siempre, protestó porque era mucho. Ustedes saben que al fin y al cabo siempre se lo come todo. Últimamente, para que no proteste porque le llevé mucho pan, corto la misma cantidad en menos pedazos y ella, en una pícara complicidad con la inobservancia, me lo agradece. Encendí el componente, y para variar, coloqué uno de los discos de siempre como homenaje a la estancadera existencial que me carcome las entrañas. Saben que me encanta el rap bueno por todo lo que dice a desparpajo, pero esos sonidos nuevos los uso negándolos, como lo debe hacer todo un señor hipócrita que se resiste al cambio porque tercamente nos empeñamos en controlar un mundo que ya vamos dejando, como si estuviéramos testando para seguir jodiendo desde la inexistencia.
Con la música de fondo y una noble brisa que le jincaba la manigueta, bajé al patio a buscar el periódico en la fenestración circular del muro de hormigón de entrada (que está rajado y divide en dos partes el número seis que señala la casa) y cuando apenas lo tomé en las manos, sentí deseos de deponer (eso de deponer siempre me recuerda con alegría a los abogados blanquitos de bufetes sanjuaneros: le encantan las deposiciones). Como el asunto se convirtió en algo más o menos urgente, fui al baño blanco, carísimo, hermosísimo y pintado a mano en Francia (loco antojo de su madre) que está en la conato de biblioteca del primer piso, y rutinariamente me senté como quien no quiere la cosa. Aquí viene lo increíble: casi sin ningún esfuerzo, con un pujo, diría, sencillo, elemental, más de fuerza de gravedad que de la gravedad de la fuerza, he cagado el mojón más grande que jamás humano alguno haya cagado en la nueva era. No se trataba tan solo del tamaño, era una pieza perfecta, excelente, magnífica, hermosa. Cilíndrico con inicio y terminaciones idénticas, todo simétrico (si es que se puede decir así), acompasado y algo de aterciopelado. Color hermoso y uniforme de caca saludable. Tamaño conservador de dos pulgadas por un pie de longitud con terminaciones puntiagudas. Del olor ni me ocupé porque su exquisitez todo lo alteraba y la nariz no existía: era todo ojos. ¡Tremenda compensación a la inconsistencia y altibajos escreteriles! Yacía humildemente entre las aguas claras como pececito (más bien ballena) estático, quedo, con una puntita fuera, como pie de bebé que burla la frisita. Se posó en el agua sin aspavientos, casi musicalmente, como lo hacía una famosa y olímpica nadadora ponceña.
Fue tal la conmoción, que en el momento no reaccioné, pero luego, diría pasados unos cinco minutos de éxtasis y asombro, temerosamente me ausculté para investigar qué había sido de mi pobre y viejo culo. ¡Culo perfecto! ¡Coño, qué orgullo! Todo en orden. Sin desgarramientos, dolores ni sangrados. Frunces inmaculados. Ligera limpieza. Anonadado, me subí el pantalón y pensé hacer lo que a cualquier mortal se le ocurriría: arranqué a buscar la cámara digital para compartir con ustedes y con el mundo, aquella maravilla de la naturaleza que se había logrado a través de mí, y para, evidentemente, poder probar que era el artífice de la joya encantadora y echármelas y vanagloriarme para siempre. ¿Quién dijo que lo único que el hombre podía legar de su esencia era tan solo pensamientos, ejemplos y recuerdos mezclados con trabajos? Tanto luchar para dejar alguna huella en la vida por aquello de quedarnos aquí y eternizarnos, y resultó que, con un simple pujo mañanero, me convertiría en uno de los grandes inmortales.
Pues, termino como comencé: ¡Maldita sea las costumbres y los hábitos! Cuando apresuradamente salía del baño, instintivamente, con esta maldita mano de firmar escrituras, affidavits y cursilerías legales, bajé la cadena y... ¡adiós orgullos y miserias! ¡Se fue, coño, se fue! No pude retratarlo, no lo pude compartir con ustedes y ya jamás en la vida, me las podré echar por ser el autor del fenómeno. Me lo imaginaba en exhibiciones, como retrato, pintura, escultura o como objeto de alguna danza o modelo de una nueva forma arquitectónica. Tal vez alguna escuela se originaría en su nombre, o quizá un nuevo estilo o alguna columna o capitel, adorno o aderezo como la jónica o dórica, pero llamándose la ramonesca. Prendas en oro macizo imitándolo. ¡Oh Dios mío, un sueño! Reinas, gobernantes, artistas y ricos de todas clases con pendientes, cadenas, relojes, pulseras y collares con incrustaciones en piedras preciosas. Óperas y teatros disputándose sus formas para llevarla de plaza en plaza por todo el mundo. Alguna oda se le cantaría y un obelisco se le erigiría mientras los escritores soñarían con un Nóbel en su nombre. Estudios comparativos, cursos interdisciplinarios y talleres y laboratorios serían su destino. ¡Maravilloso objeto de todas las artes, y perdido! Desde Puerto Rico para el mundo. E, inevitablemente, me entretuve con la idea de que los geniecillos arquitectos Cordero y Marquéz y otros embelequeros se especializaran en conferencias y tratados ramonescos mientras se relamían humillando a sus estudiantes con un grito de ¡baja eso, baja eso!
Sé que un ejemplar así no se repetirá. Cincuenta y seis años de espera casi van a la par con el recorrido de la órbita del cometa Harley. Lo perdí. Confieso que el impacto me paralizó y no hice nada por detener su rápida huída en el acuoso y fugaz remolino de su partida. En los estertores de su existencia, y como grito de agonía, me pareció que con la última puntita luctuosamente me decía adiós. Y con un taco en la garganta, un apretón en el pecho, los ojos humedecidos y una cobardía increíble, no lo seguí.
Hasta la vista, babys. Solo Dios es mi testigo.
La casa triste.
PD. Su madre me acaba de decir que fue por la yuca que me comí ayer.
(La publicación de éste artículo es autorizada y en cumplimiento con la voluntad expresa del autor.)