viernes, febrero 10, 2006

Un cuento de London

Mi vida: una relación con la burocracia benefactora en Inglaterra

Tengo carencia de ideas. Tengo sed. Como me gustaría masturbarme en este momento. No andar pensando en como voy a pagar el cuarto si no me dan la plata.

Estoy como hace una semana, en la oficina de seguridad social, llenando juiciosamente los formularios que preguntan en inglés básico, en bengali, chino, polaco y alemán, si sigo buscando oficio y que piden un breve reporte sobre las entrevistas con empleadores para estampar en esta oficina y producir un cheque. Venir me toma la mañana y media tarde de todos los martes. Estoy hace rato esperando a que me pongan el sello y me den lo mío, tus impuestos, rogando que me digan que todavía puedo reclamar, pues ya llevo un par de meses así y pronto tendré que pararme a trabajar para vivir al día otro par de meses. Volveré luego a rondar esta oficina los jueves por variar y me encerraré en mi tabuco a ver porno y televisión nacional con una cidra y si camiseta. Estoy vacacionando. La búsqueda de quehacer es mentirosa y cada vez me miran con más reticencia. Se que cualquier trabajo que consiga será malo y corto, cada vez estoy más reacia y más cansada.

Terreno plano. Un Ozzy Osborne esta al lado, encuerado en un chaleco y con guantecitos sin dedos a pesar de que es el verano, con su formulario también, buscando con los ojos que pase el tiempo. Aunque no nos miramos nos reconocemos por la falta de ilusiones y por usar el mismo método de supervivencia. Soy italiana por casualidad y desde que se que el fracaso tiene pago, me he dedicado al ocio, a conseguir trabajos hechizos, cada vez mas espaciados, me he acostumbrado a pedir. Huele mal, a sudor de cerveza y pucho trasnochado. El roquero a mi derecha, tiene una cruz tatuada en el brazo con el nombre de Eugene. Su piel es flácida y sus greñas evocan una farra añeja en la que todavía se hablaba del éxito. Yo no luzco mejor. Tres lunares, uno de sangre. Tiene un aire a mi papá cuando quería volver a ser rebelde en Cali. Mi viejo, tan lindo, se volvió moderado y adquirió un porte de sobriedad burguesa, es gordo y feliz, pero se le nota la carga de la nostalgia motocicletera.

Me pesa la cabeza, llevo horas aquí y me lamento con una mirada a la ventanilla vacía, el no haber sido comerciante paisa sino mesera latinoamericana. Ahora desempleada digna. Qué alineación. Camino de casa aquí, y me devuelvo una vez a la semana y ya. La vida. El tiempo pasa como agua sucia. La fatiga de no hacer nada altera los nervios, pero me acostumbré a la larga. Si me voy a almorzar pierdo el puesto y tengo mucha sed. Soy 348 hoy, el papelito todo arrugado, lo he mirado mil veces como si pudiera sacarle algo distinto al 348, el tablero cambia, el feliz ganador se levanta batiendo el papelito para que sepan que sigue allí, como en el bingo, es Ozzy. Después no cambia, solo hay dos personas atendiendo 12 ventanillas, veinte minutos, mis ojos lloriquean, llevo sentada casi 5 horas, vamos por el 213 y no cambia.

La semana pasada una señora me confesó sus sentimientos hacia este lugar, tuve que cambiarme de silla y eso que susurraba. Nuestras infames vidas repetidas y eso que ese día el servicio no fue tan inhumano como el de hoy. Era un quejido del moribundo que quiere levantarse y correr. Lázaro ha muerto, le dije al pararme, ni la voz del funcionario a través del altavoz lo levanta. Da tristeza. No me llaman. Todos aquí tenemos miedo, todos estamos timando para recibir el beneficio estatal de no morirse de hambre sino de aburrimiento. Las actitudes de enfado y desesperación son más perturbadoras a medida de que pasa el tiempo, una rebelión pienso, pero gracias al cartel en todas las esquinas de esta oficina “prohibido bajo pena cualquier comportamiento agresivo” se nos tiene a raya, es tan fácil pero tan forzado. Las cabinas son blindadas aunque la gente no es en general pendenciera en las premisas, somos al contrario dóciles por desidiosos, nadie va a levantar una silla para tirarla al mostrador, ni el más borracho. Extenuación. Conformidad pacifica, hablar al mínimo. Esforzarse es vano y hay cámaras que me intimidan. Estamos desarmados. Ya no quedamos muchos, casi van a cerrar, mi número es el infinito, tengo sueño, la tarde nula, viene el dinero, una sonrisa, intercambio con la bestia. Arrastro los pies fuera, un pub, es una pérdida.

(Nota del moderador: Este artículo fue publicado recientemente en la revista El Malpensante)

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