domingo, agosto 26, 2007

La sicología del colonialismo...

25-Agosto-2007 | Carmen Dolores Hernández
La sicología del colonialismo


La situación colonial es, por definición, una jerárquica que se alimenta de la dependencia y la desigualdad de poder. Una colonia clásica no puede tomar determinaciones sobre su situación actual ni sobre su futuro. Tampoco puede decidir sobre un sinnúmero de factores que afectan diferentes aspectos de su proyección hacia el exterior en términos diplomáticos, militares o comerciales. Las colonias clásicas son también susceptibles a la explotación por parte de las potencias imperiales que las dominan.
Puerto Rico no es exactamente una colonia clásica, sobre todo en relación con el último renglón. Los Estados Unidos, en este momento, no explotan los recursos de nuestra Isla para su propio beneficio (han pasado ya los días en que nuestra tierra era un bastión militar convenientemente situado). Más bien contribuyen a su bienestar con diversas ayudas y dádivas. El renglón de la dependencia, sin embargo, sigue obedeciendo al patrón colonial. En un cierto sentido, podría hacerse la analogía de que la relación entre los Estados Unidos y Puerto Rico es como la que existe entre unos padres considerados y unos hijos que se mantienen sometidos a su autoridad y también a su munificencia por mucho más tiempo del normal y natural. No importa cuán benévolos sean los padres –o los amos- la relación de autoridad, ejérzase ésta o no, impide el desarrollo cabal del hijo o del subordinado. El criterio último será siempre el del más poderoso. La situación colonial, pues, afecta a la psiquis colectiva tanto como la hipotética situación de dependencia familiar afecta a la individual. Se nota, sobre todo, en la sicología del hombre puertorriqueño. A éste la relación de poder con una metrópoli le afecta más que a la mujer, acostumbrada como está desde tiempo inmemorial a sortear situaciones de dependencia y a buscar modos alternos de circunvenir la autoridad paterna, fraterna, conyugal y hasta filial en algunos casos. Algo le pasa a la psiquis masculina cuando no se siente dueña del piso sobre el que sus pies caminan, cuando no domina su destino, cuando su voz no cuenta realmente, cuando sus posiciones están siempre sujetas a otras que, a fin de cuentas, pueden sostenerse con el uso de una fuerza superior y aplastante. El hombre puertorriqueño, con muchas y muy honrosas excepciones, desde luego, es muy valiente en ciertos renglones. Tomo prestado de Antonio Martorell el dicho de que lo es en la carretera, en el bar y en la cama. Se muestra, sin embargo, extrañamente pacato en la esfera pública y no me refiero en absoluto a la política, sino a su manifestación como persona en la sociedad. Su proyección suele ser tentativa a la hora de afirmar –y de defender- principios. Puede ser, a la inversa, tajante e intolerante al proferir opiniones, aunque se suele amparar en detalles y en unos conocimientos poco accesibles para defenderlas. Carece, por lo general, de la seguridad tranquila de saber que su posición –la que sea- tiene validez porque conoce su entorno y está compenetrado con él, porque sabe de dónde viene, hacia adónde quiere ir y cómo lo quiere lograr. El colonialismo, especialmente en una relación tan desigual como la que existe entre los Estados Unidos y Puerto Rico, nos roba el sentido de los contextos. Éstos son siempre impredecibles y misteriosos porque pertenecen a una realidad que no conocemos a fondo y que, en muchos extremos, nos es extraña. Por esa razón, posiblemente, el hombre puertorriqueño depende excesivamente de una aceptación que valide sus actitudes entre sus pares. No se suele salir de su entorno inmediato, de su clase social, de su profesión lucrativa o de sus quehaceres o actitudes o alardes sancionados por la costumbre reconfortante o la aprobación pequeña. No encuentra dentro de sí mismo la fuerza para actuar porque no sabe adónde irán a parar sus acciones. Por eso, aunque las generalizaciones son odiosas, hay algo de adolescente en la manera en que se producen muchos hombres puertorriqueños que protegen a ultranza el statu quo de sus vidas o quehaceres. El suyo no es un paso firme sobre suelo conocido sino uno titubeante sobre arenas movedizas. Y es que, al final, domina el temor a caer en lo peor: la humillación de una posible desautorización (no infrecuente en el pasado). Entre todos los efectos del colonialismo, éste es uno de los menos evidentes, aunque podría ser uno de los más perjudiciales. Tales incertidumbres y temores corren el riesgo de buscar una salida violenta contra víctimas “seguras” que no puedan defenderse o poner en evidencia la debilidad de la que parte el ataque. ¿Tendrá esto algo que ver con la violencia –física y sicológica- que estamos viendo en casi todos los estratos sociales de Puerto Rico? (Endi.com)